Tendría como 15-16 años cuando alguien (no recuerdo quién) tomó esta fotografía de mi mamá y mis hermanas (en orden de nacimiento) en nuestro nuevo apartamento en Santurce. Me encantaba este vestido, tan blanco como mi inocencia, porque tenía un aire de jibarita en el día de su boda, y yo, que nací y me crié en el torbellino de la ciudad capitalina, me pasaba soñando con ríos, montañas y plazas pueblerinas mientras leía los poemas de Julia de Burgos y de un poeta de Cayey llamado Gaspar Genera Bras (regalo de mi abuelo).
Me parece que la foto fue tomada en una despedida de año, y que en ese año nuevo fue que mi vida dio el giro inevitable de niña a mujer. Como la hija/hermana menor en una casa habitada sólo por mujeres, siempre quería imitar y seguir los pasos de ellas, sobre todo, de la hermana que está parada al lado mío, la que ya no está entre nosotras y dejó un hueco en nuestros corazones tan negro como el vestido que llevaba puesto.
Mi hermanita era tan popular que yo siempre pensé que sería famosa. Siempre estaba en el teléfono con algún admirador, y las invitaciones a fiestas, giras y actividades eran constantes. Su belleza y personalidad eran tan impresionantes que aquel año recibió de regalo una tarjeta de socia, con derecho a entrada gratuita, de la discoteca Leornardo’s en el Condado. Mis amiguitas y yo estábamos loca por ir a la nueva discoteca "in" de las noches sanjuaneras. Una noche que mi hermana iba a salir para otro lado le cogí prestada su tarjeta de socia, pasaporte de entrada a ese lugar, hasta entonces, inaccesible para mí.
Me maquillé con la linea del lápiz negro delineando los ojos como Cleopatra, me puse un vestido corto y provocador, me trepé en la loma arqueada de unos zapatos de tacón alto y me fui, asustada y nerviosa, a encontrarme con mis amigas en la discoteca. El camino desde la acera hasta la entrada del lugar se me hizo eterno. Quería aparentar que había estado allí anteriormente, pero mi inexperiencia caminando en tacones y lo poco acostumbrada que estaba a andar con ropa pegada y provocativa, probablemente, me delataban. Cuando, por fin, llegué a donde estaba la chica con cara de modelo que cobraba a la entrada, le di la tarjeta temblando del miedo. Me miró de arriba a abajo con sus ojos maquillados a la perfección y los pómulos marcados por el excesivo colorete. La duda le brillaba en los ojos y, como quien quiere agarrar a alguien en plena mentira, me zumbó a toda prisa una pregunta: ¿cuál es tu fecha de nacimiento? Con la misma rapidez le devolví la respuesta. Orgullosa de saber la respuesta correcta, la miré de frente y le sonreí tranquila. Me miró de nuevo dudosa, me devolvió la tarjeta y me dejó entrar.
Tambaleándome en la altura de mis zapatos, me adentré poco a poco en aquel mundo inexplorado. A la entrada estaba la imagen del Hombre de Vitruvio de Da Vinci trazada en un cristal. La luz era mínima, más bien una insinuación; la música, una explosión de sonido retumbando desbocado, como mi corazón. Entre la nube de humo que cubría la pista de baile y la humarada de los cigarrillos que ardiente flotaba en casi todas las manos reunidas en el recinto, sentí que caminaba perdida en la neblina de un país desconocido.
Recorrí la discoteca buscando a mis amigas, apretujando mi cuerpo entre cuerpos anónimos, sintiendo el roce de hombres extraños, brazos de mujeres decididas sacándome del paso. Hasta que una mano se posó en mi hombro, me viro sorprendida, leo en sus labios una invitación a bailar y, antes que decida la contestación, siento que me empuja a la pista de baile, me toma de la cintura, brazo derecho arriba, me guía en semicírculos que abre para darme vuelta y vuelta, regresándome a la cercanía de su cuerpo para luego separarme y darme más vueltas. El humo nublaba la mirada dejando ver sólo siluetas sin caras. La música a todo volumen aceleraba los pasos de mi corazón mezclando las tonadas con el mismo ritmo enardecedor. Entonces, me dejé ir, liberando mi cuerpo torpe y rígido en el ensueño bailable de una canción.
Y más nunca volví a vestirme de blanco angelical.