Miércoles 16 de marzo de 2022
Hora: Chicago - 7:00pm. Puerto Rico - 8:00pm
Lugar: Facebook
La
poética curativa de
Johanny
Vázquez Paz
Por Anjanette Delgado
Hacia una
nueva construcción del femenino puertorriqueño
Nací en Puerto Rico, donde los machos, lo que se identifica como macho, odia a
lo que percibe como débil. Lo odia por ser débil y cuando intenta ser fuerte,
lo aplasta, para enseñarle quién manda.
Podría decirse que eso aplica a muchas cosas. A ancianos desvalidos, a los
niños, a las personas transgénero, a algunos animales. Pero nada odia más un
macho (dije macho, no hombre) puertorriqueño que a una mujer. El patriarcado
vive a sus anchas en mi isla.
Y
no es que ocurra solo en Puerto Rico. Claro que no. Es que allí nací yo y tengo
mil imágenes violentas que aparecen como fotos sueltas cuando cierro los ojos:
el basquetbolista que mató a su mujer a martillazos (y salió en libertad), el
camarógrafo de WAPA-TV que hizo lo mismo con toda su familia, mujer e hijos (y
que era vecino nuestro; su esposa y mi madre habían aprendido juntas a hacer
bizcochos de piña en una sartén y sin usar el horno). El hombre que daba
palizas a su mujer delante de sus amigas (mi padre).
Más recientemente, está el boxeador que lanzó a su amante al río y le tiró
piedras después de muerta, los que matan a mujeres transexuales desamparadas
por osar usar un baño público y el que mató a una mujer que no conocía porque
no se apuró a devolverle el teléfono celular que él mismo había dejado botado
como a niño descuidado.
Es una enfermedad y
no soy la única que lo dice. El portal 80 Grados preguntó desde hace años si
«¿Puerto Rico odia a las mujeres?». Remezcla (un portal que se ocupa más del
entretenimiento) publicó una columna titulada «Puerto Rico’s Rising Femicide
Problem» y, más recientemente, un gobernador fue expulsado de su cargo por,
entre otras cosas, impulsar la misoginia en sus comunicaciones por chat con
subalternos.
Por años he
sospechado que nuestra particular cepa de violencia de género es culpa de la
colonización eterna. O quizás no, y es solo mi manía de querer explicar lo
inexplicable, de asegurarme de que no estoy loca. Que no imaginé el horror de
la violencia que me exilió siendo muy joven, y que me mantiene, décadas
después, buscando cómo regresar, si no en cuerpo, entonces en alma.
Quizás por ello,
encontrar la obra poética de Johanny Vázquez Paz hace unos años me ha servido
de refugio en mi desarraigo, de farol alumbrando mi condición de mujer
puertorriqueña en la diáspora. De taller donde comenzar a reconstruirme, la
obra sirviendo de abogada de mi psiquis siempre lista a debatir, de escultora
ayudándome a repensar mis límites, y, creo, en la socia arquitecta de mi
femenino puertorriqueño.
Y no es que ella
siempre escriba sobre puertorriqueñas ni sobre Puerto Rico, sino que en cada
pieza, en cada poema, está ese subtexto auténtico que reconozco y me reconoce:
la puertorriqueñidad femenina en el contexto patriarcal colonizado, que también
incluye lo que emerge para las que hemos optado por exiliarnos buscando «estar
más tranquilas», frase eufemística para decir que algunas (como yo) no podemos
vivir y ser plenamente nosotras mientras leemos los titulares diarios de
ataques violentos a otras mujeres, a menudo incluyendo agresión sexual, sin que
la paranoia de, «¿cuándo me tocará a mí, o peor, ¿a mis hijas?» nos
persiga y nos limite.
Como ejemplo, su libro más
celebrado, Ofrezco mi corazón como una diana (Akashic,
2019), en el que Vázquez Paz hace lo que siempre he querido hacer: se enfrenta
al enemigo, como en estas líneas de su poema «Mi turno»:
«Sé que pronto me tocará a mí. Sentiré el
golpe mientras camino
despreocupada. La mano sudorosa tapará mi
boca y vomitaré el grito en
su palma. Una bala tallará en mi cráneo un
corazón, o quizás el filo de
un metal tatuará un collar en mi cuello.
Mi sangre se hará un río en sus
dedos tan anchos como el río Bravo”»
La fuerza de esos
versos viene de imágenes que no son hipérbole. En mi isla, hasta el odio macho
es creativo. No basta matar, hay que grabar. No basta lanzar, hay que apedrear.
El peligro es constante y claro, como lo advierte este poema publicado hace
casi década y media, «La calle está dura y otras razones» (Poemas Callejeros,
Mayapple, 2007):
«Está dura, te digo, duuura la calle ni se
te ocurra darle a algún pana tu
dirección
ni tu teléfono, ni digas nunca dónde
trabajas,
no salgas sola, ni con amigas ni con tu
primo ni con tu tío, ni con tu jefe o algún cliente,
que te roban, o te violan,
o te pegan cinco tiros por puro vacilón».
Y nada ha cambiado.
Pero esto es lo interesante, y, creo yo, lo curativo: la narradora de los
poemas de Johanny Vázquez Paz no tiene miedo. (Lo mismo aplica a las
protagonistas de sus cuentos, pero ese es otro tema). Ella solo observa. Te
dice. Enfrenta lo que puede pasar, lo que ha pasado, lo que está pasando,
mirando directamente al rostro de los culpables. En «Hija de la violencia»
describe lo que es vivir siendo un milagro, tras ser acuchillada siete veces
estando aún en el vientre de su madre:
«La piel de mi madre me protege, armadura
endeble donde la tormenta me arrastra hasta el fondo:
si todo hubiera terminado allí su vientre
sería hoy mi tumba».
Esa narradora
víctima habla para desvictimizarse, para reclamar lo que es suyo —su voz, su
narrativa— sin que su verso sea necesariamente una protesta. Es como si
arguyera que no hay vergüenza en ser víctima, porque no depende de nosotras.
Allá el victimario que tendrá que vivir con lo que ha hecho, y con aquello en
lo que sus acciones lo convierten.
La obra es,
entonces, una observación prolongada, una mirada fija, sosegada pero firme en
lo que está exponiendo. Leo y me pregunto qué visión formidable tiene que guiar
tal valor en la página y le escribo a la poeta para preguntarle.
Me responde que no
puede hablar de las mujeres porque no hay grupos. Somos todas diferentes y no
siempre solidarias. Es cierto, pienso, y me dejo fascinar por su objetividad
libre de romanticismos, de dobleces. Me dice, «De lo único que estoy segura es
de que mientras vivamos en sociedades patriarcales vamos a estar en desventaja.
Y si la sociedad patriarcal se junta con la religión extremista, no tan solo
vamos a estar en desventaja, vamos a estar en peligro. En el poema “Arma de
doble filo” juego con eso de que no importa si tenemos pistolas para matar a
todo el que nos haga daño, siempre vamos a estar en desventaja porque ellos
están en control de las leyes; en cualquier minuto nos quitan los
juguetes/armas».
Busco ese poema que
ella menciona y que denuncia al gobierno/sistema/poder organizado por su
complicidad con la violencia contra las mujeres y que comienza con:
«El año que nos mataron
todas teníamos pistolas
…y termina con:
Desde luego nos defendimos pero ellos
siempre tuvieron más armas y la ley a su favor».
Es cierto. Todos estamos colgados del mismo sistema
que se perpetúa a sí mismo, que se auto protege. Quizás por eso el irse no es
suficiente. Como en el caso de Vázquez Paz, las heridas patriarcales se
reparten antes de nacer.
En Sagrada Familia (Isla
Negra, 2014) Vázquez Paz comienza a trazar ese proceso desde la niñez —con la
familia, en este caso, la puertorriqueña— como entidad sagrada que, ayudada por
la iglesia (la religión), preside sobre la labor social de preservar lo mismo
que debilita a los miembros más indefensos.
¿Quién de nosotras
no carga inconscientemente con las advertencias que nos deformaron la niñez,
pegadas aún a nuestra piel como lapas, y que sospecho son las mismas que la
narradora de, «Llenas de gracia» recuerda en estas líneas:
«No te preocupes más, madre,
los vecinos ya no hablan de nosotras, se
han mudado,
estamos solas».
Increíblemente,
leer a Johanny Vázquez Paz solo me hace más mujer, y más puertorriqueña, porque
me enseña a observarme con objetividad. La verdad. Lo que soy. A lo que tengo
derecho. El hecho de que ella escriba ahora desde la diáspora, pero comparta
las imágenes que hacen juego con mi perspectiva, me reafirma en que no dejé de
ser puertorriqueña cuando salí de la isla porque, para bien o para mal, lo que
te forma te acompaña incluso en el autoexilio, como muestra el desgarrador
poema, «Carta a mi madre desde Chicago»:
«Pero, no te preocupes, mami, no es tan
malo como tú piensas.
Aquí hay millones de trabajos
mal pagados hay muchísimo dinero
en otras cuentas
hay edificios nuevos cada semana
que atrapan a la gente detrás de cada
puerta.
Si sueno triste es tal vez por la
nostalgia del que extraña la patria, la familia y el
todo,
por el frío que entumece más los huesos
cada año,
por la lista de las cosas por comprar que
crece como niño bien alimentado,
por los problemas que cada día me visitan
sin invitarlos.
Estoy bien, sobrevivo día a día
arreglándomelas sola,
no sientas pena, viejita, aquí la vida es
perfecta…»
Esa
combinación en la voz narrativa, la de «mujer puertorriqueña marcada por su
isla patriarcal y ahora en el exilio», puede deprimirme a veces,
pero también me construye. Me ayuda a aceptarme. A conocerme. Me
acompaña. Me dice que debe haber una razón para haber nacido en una isla
contagiada sin remedio de machismo, que controla a sus mujeres desde niñas. Que
por algo caminamos por la isla con un blanco de tiro en el pecho, tanto así que
esto que describo ya ha sido declarado «oficialmente» una emergencia nacional,
lo cual no cambia nada, pero confirma el problema. No estamos locas.
Hay una cosa más que Johanny Vázquez
Paz logra con su poesía: me obliga a revisar mi visión del amor al «enemigo» y
hasta mi heterosexualidad. Separa a hombre de machos y me dice que no tengo que
vivir en guerra. Esto lo hace en todos sus libros, pero primordialmente
en Querido Voyeur (Torremozas, 2012), al que
pertenecen estas líneas del poema «Habitante en tus manos»:
«Voy a tirarme al mar para que traces mi
espalda en tu lienzo. El cuerpo entero meteré en su boca. De cabeza entraré con
los ojos abiertos. Dejaré que la ola desahogue su odio».
Fue fortalecedor ver que esos versos no tenían por qué
pelearse con la realidad de vivir en un país, y sí, también en un mundo, un
globo terráqueo, depredador:
«… estoy segura de que, por cada 5
mujeres que hablan, cien se callan. De todos modos, es importante hablar porque
leyendo artículos sobre estos casos yo recordé muchísimos incidentes que había
escondido en el fondo del baúl de la memoria. Es deprimente darse cuenta de que
desde niña/o hay hombres adultos a tu alrededor que te miran como un objeto
deseado de sus perversiones sexuales».
Y así me voy
reconciliando con la realidad. Con como esa realidad me ha formado. Con cómo
esta poesía me cura, me redime y me arma para la lucha con herramientas que no
tenía: valor, y una imagen clara de mí misma como mujer puertorriqueña, independiente
de esa sociedad y sus hombres, sobreviviente del lado oscuro de su cultura, y
de su propio corazón que sigue amando a su isla a pesar de todo.
Escrito por Anjanette Delgado
Publicado en la revista Suburbano
Libros citados en este ensayo:
-Poemas Callejeros (Edición bilingüe, Mayapple, 2007)
-Querido Voyeur (Torremozas, 2012)
-Sagrada Familia (Isla Negra, 2014)
–Ofrezco mi corazón como una
diana (Akashic, 2019, edición bilingüe ganadora del prestigioso Premio Paz de
poesía.)