Nunca había vivido en una casa. Bueno, me cuentan que de bien niña sí lo hice, pero de esa época no guardo recuerdos. Todas las memorias de mi niñez y adolescencia en Puerto Rico son de apartamentos alquilados o condominios multipisos en Santurce, un barrio de clase media (media de todo) de San Juan. Sin duda, soy hija de la ciudad, crecí en un ambiente urbano lleno de edificios de cemento y pocos árboles. En vez de jugar en un patio o en un parque, jugaba en los estacionamientos de los edificios, corría patines en las aceras o paseaba en bicicleta por la brea de la calle, hasta que los carros furiosos vinieran a sacarme del medio. Por eso, el tener un patio donde tirarse en la grama o tener un jardín donde sembrar algo fue algo siempre foráneo para mí. No fue sino hasta hace seis años que por primera vez puedo decir que poseo un pedazo de tierra (en realidad lo posee el banco pero, mientras le pague la hipoteca a tiempo, éste me permite llamarlo mío). Entonces, ¿qué hace una jíbara de la ciudad que no sabe nada de árboles o flores y que nunca ha cortado el césped en su vida con un patio que necesita que lo salven del abandono? El primer año fue un desastre, compré unas semillas de flores silvestres que se veían muy bonitas en la fotografía que adornaba la caja y las tiré por el jardín esperando tener los mismos resultados. Pasadas las semanas lo que tenía era una jungla y las pobres flores se ahorcaban unas a otras peleándose el espacio en donde crecer. También sembré semillas de cilantro pero, después de ver sus hojitas olerosas brotar desde el fondo de la tierra, me daba pena cortarlo y, aunque lo necesitara en la cocina, me negaba a decapitar el cilantro. Al año siguiente saqué todo con sudor y pala, eliminando varias pulgadas de tierra y arrancando todo de raíz. Decidí que sólo sembraría flores, nada de vegetales o especies. Busqué ayuda de mi más leal consejero: un libro. Leí todos los consejos y pasos a seguir, y aprendí sobre tierra, estiércol, flores y bulbos. Aprendí que habían plantas perennes y otras anuales, o en otras palabras, hay plantas que uno siembra y vuelven a florecer todos los años, y otras que florecen solamente una vez. Aprendí que la tierra tiene que ser de cierta calidad y cualidad, y que es aconsejable cubrirla con pajilla o mulch para que la proteja y absorba el agua necesaria para los días de sequía. Salí con todos mis nuevos conocimientos rumbo a Home Depot para comprar todo lo que necesitaba para mi jardín de flores. Me hubiera gustado comprar amapolas, aves del paraíso y matas de plátano, pero mi realidad de inviernos no me permiten estos gustos tropicales. Decidí que no quería rosas ni nada con espinas; ya he madurado lo suficiente para evitar heridas innecesarias. Averigüé cuáles eran las plantas más apropiadas para el clima que vivo, cuál era la mejor tierra y el mejor mulch, y salí loca de contento con mi cargamento hacia mi casita. Tiré tierra nueva en el área que reservé para las flores y medí las pulgadas del hoyo que cada planta necesitaba. También medí cuántas pulgadas eran necesarias entre planta y planta para que cada una pudiera crecer a sus anchas, y así fui sembrando poco a poco cada una de mis hijitas pequeñas. Luego cubrí la tierra con el mulch rojo y las vi creciendo lentamente hasta llegar a su “adolescencia”. En el otoño, antes de que lleguen las temperaturas heladas, hay que cortarlas y despedirse de ellas. La primera vez que lo hice sentí que las estaba matando, y la tristeza que siempre siento por la llegada del invierno se acrecentó. Pero si algo bueno tiene el vivir en este clima de estaciones cambiantes es el observar cómo la naturaleza muere y se renueva cada año. Es la metáfora que Dios nos manda: no importa cuán fría y desolada se sienta el alma, si esperas pacientemente siempre llegará la primavera. Y siempre me parece un milagro ver a las flores renacer más altas y más hermosas cada año, como un regalo de esperanza por los esfuerzos que he sembrado. JVP
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