Por Miranda Merced
―¡Espere, espere! Gracias a Dios. Venga, venga, permítame contarle.
No tomará mucho, y todavía se puede estar a tiempo…
Es como una pesadilla. La oscuridad dictaba el final de la jornada de
rescate, pero yo no necesitaba de mis ojos para seguir cavando en la
aplastante montaña de cemento. Una pala hubiera sido buena, un marrón,
hasta un cucharón fuerte me hubiera ayudado a continuar perforándola,
pero en aquel caos de polvo y piedra, solo mis manos ayudaban en la
faena. Los trozos de uñas que aún quedaban adheridos a la piel seguían
rascando entre los espacios que ofrecían menos resistencia. Pensaba en
mis hijos. (¿Estarán con Suzette?) De vez en cuando creía
escuchar un quejido lejano, una respiración trabajosa: “¿Hay alguien
ahí?”, otra vez la pregunta. Y yo, en espera. Ansioso por escuchar la
contestación de algún ser viviente al otro lado de la masa de concreto y
varillas derrumbada. (Ay, Suzette, ya mismo estoy contigo.)
No permitía que el desaliento me venciera. El cansancio no hacía mella
en mi espíritu. Había que seguir luchando, por ella, por los niños, por
mi gente. Había que avanzar. El festival es en esta semana. (¿Qué
día es hoy? ¿Habrá comenzado?) Pensaba en todos los escritores que
estarían llegando, preguntando por mí; en los estudiantes, ansiosos por
conocerlos. Pensaba en cualquier cosa, menos en la fatiga que entumecía
mis músculos, ni en la lengua pegada al paladar, ni en el dolor en el
pecho a punto de estallar.
El polvo de los escombros se mezclaba con el sudor del cuerpo, de los
brazos, de la frente; escurría desde mi cabeza, cegaba, ardía,
desesperaba. De vez en cuando detenía la excavación, pasaba el dorso de
la mano por la cara tratando de aliviar el escozor, frotaba los
párpados con los nudillos lacerados. Pero este acto no hacía una gran
diferencia, en todo caso el ardor aumentaba.
Opté por mantener los ojos cerrados mientras escarbaba; dejarme dirigir
por los murmullos de los otros. Los que no creían que quedara vida
bajo los escombros. Temían a las hordas hambrientas, al tropel
desordenado que ya no tenía nada que perder. Ese temor detendría la
búsqueda. Y quería exhortarlos a que continuaran, que buscaran a los
críos; pero no me escuchaban. Y en el frenesí de la búsqueda, cuando
lanzaban a un lado las herramientas y pegaban, por vez última, sus oídos
a los huecos entreabiertos de la basura amontonada que una vez fuera un
hogar, escucharon el llanto de bebé. Y volvieron a tener fe. Y
reanudaron la búsqueda como el primer día. El día en que compartían
conmigo la seguridad de la sobrevivencia, cuando rebosantes de amor y
heroísmo comenzó la tarea del rescate que solo se interrumpía al caer la
noche. Y sucedía que cada atardecer estaban cerca del encuentro y al
regresar en la mañana olvidaban donde se habían quedado, y se alejaban.
Por eso yo no descansaba. No pensaba en horas, en días ni en noches.
No pensaba en el persistente dolor de la cadera lastimada. Si lo
obviaba, dolía menos. El dolor, como el hambre, solo se siente cuando
se acepta. Si se le empuja de la mente, si se piensa solo en cavar con
las manos y cuando las manos no puedan, con los dedos; si se detiene
solo al escuchar el gemir apagado del niño que no entiende por qué la
madre no atiende su llanto, si duerme allí a su lado, protegidos ambos
por un techo demasiado cerca de sus caras, tal vez se esté a tiempo.
Entonces llegaron las palas mecánicas con el ruido y su enorme peso
sobre los restos de la ciudad. Se acercaban y se alejaban, y no dejaban
escuchar el llanto del niño, ni el grito de auxilio, ni la respiración
trabajosa. Trataba de avisarles que hicieran silencio. Que escucharan
las voces de los que no estaban con ellos, pero ni siquiera a mí me
oían. Y sentía que los únicos sonidos que se escuchaban eran los de
ellos. Contaban muertos: 108, 109, 110 este no, todavía respira,
esa pierna está fea, a cirugía, ¿cuántos iban? ¿108? 109, 110, 111,112,
chequéate a esta, está tratando de hablar, sácala a la acera del frente,
109, 110, 111.
Y los escuché acercarse. Traté de hablarles, pero no sé si el aire no lograba hacer vibrar las cuerdas vocales.
¿Usted me escucha?
Quiero abrir los ojos, pero el cemento y el sudor no lo permiten. Para
abrirlos hay que ablandar la mezcla que los sella. Los necesito para dar
con ellos, mi mujer y los niños, y buscar mis escritos. ¿Tienen un poco de agua? No importa, no se vaya, espere. Los otros no me entienden.
Levanté las manos, quería hablar por señas (necesito agua para lavar
mis ojos, aire para llenar mis pulmones y poder hablarles) pero no me
entienden. Llegaron a mi lado. Los sentí conversar muy cerca de mí. ¿Este? No era conmigo. Parece respirar, sácalo al frente, 112.
Sentí sus movimientos. El sonido de las piedrecillas bajo sus zapatos.
Se detuvieron frente a mí. Los adivinaba escudriñándome. La
desesperación se adueñaba de mis sentidos. Si pudiera abrir los ojos,
explicarles, hablarles de los que aún yacen allí, bajo los escombros,
el niño junto a Suzette. ¡Tal vez se está a tiempo!
Siento el roce de su mano en mi cuello.
―¿Tiene pulso?
―Nada.
―¿Por qué te detienes ante este?
―Mira sus manos, las uñas desgarradas, parecería que sigue cavando sobre su cabeza,
―¿Qué número es?
―El 113.
Se alejan.
―114, 115.
― No, no, ¡espere! ¿Es que no me ha entendido? Un poco de agua lo
resuelve todo, oxígeno, aire. Todavía se está a tiempo. Es una
equivocación, ¡espere!
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2 comments:
Excelente libro. Me lo estoy disfrutando mucho. Cada historia es para degustaría lentamente, como esos postres que no quieres que se te acaben y que piensas en ellos más de lo que en realidad pasan en tu boca. De la misma forma los cuentos de Almarios se leen lentamente para paladearlos. Se releen y se quedan con nosotros.. haciendo las palabras de Miranda Merced imperecederas. Sus cuentos se graban en alma y te acompañan. El 113 es impactante. Un dominio exquisito del "mostrar en vez del decir" te hace participar de la historia y rasguñar con tus propias uñas el encierro. Compartimos la sed y experimentamos la desesperación por una bocanada mas de aire. Las hormigas se suben en ti en Tucandeiras y experimentas el dolor. El mosquito que pasa de insecto molestoso a narrador es magistral. Cuentos realmente extraordinarios donde la segunda persona hace de las suyas. El narrador se vuelve poeta y la vida se analiza desde perspectivas diversas.
Excelente libro. Me lo estoy disfrutando mucho. Cada historia es para degustaría lentamente, como esos postres que no quieres que se te acaben y que piensas en ellos más de lo que en realidad pasan en tu boca. De la misma forma los cuentos de Almarios se leen lentamente para paladearlos. Se releen y se quedan con nosotros.. haciendo las palabras de Miranda Merced imperecederas. Sus cuentos se graban en alma y te acompañan. El 113 es impactante. Un dominio exquisito del "mostrar en vez del decir" te hace participar de la historia y rasguñar con tus propias uñas el encierro. Compartimos la sed y experimentamos la desesperación por una bocanada mas de aire. Las hormigas se suben en ti en Tucandeiras y experimentas el dolor. El mosquito que pasa de insecto molestoso a narrador es magistral. Cuentos realmente extraordinarios donde la segunda persona hace de las suyas. El narrador se vuelve poeta y la vida se analiza desde perspectivas diversas.
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