Del libro Almarios de alquiler (Puerto Rico, 2013)
Por Miranda Merced
El 113
 
―¡Espere, espere! Gracias a Dios.  Venga, venga, permítame contarle.  
No tomará mucho, y todavía se puede estar a tiempo…  
           
 Es como una pesadilla.  La oscuridad dictaba el final de la jornada de 
rescate, pero yo no necesitaba de mis ojos para seguir cavando en la 
aplastante montaña de cemento.  Una pala hubiera sido buena, un marrón, 
hasta un cucharón fuerte me hubiera ayudado a continuar perforándola, 
pero en aquel caos de polvo y piedra, solo mis manos ayudaban en la 
faena.  Los trozos de uñas que aún quedaban adheridos a  la piel seguían
 rascando entre los espacios que ofrecían menos resistencia.  Pensaba en
 mis hijos.  (¿Estarán con Suzette?)  De vez en cuando creía 
escuchar un quejido lejano, una respiración trabajosa: “¿Hay alguien 
ahí?”, otra vez la pregunta.  Y yo, en espera. Ansioso por escuchar la 
contestación de algún ser viviente al otro lado de la masa de concreto y
 varillas derrumbada.  (Ay, Suzette, ya mismo estoy contigo.)   
           
 No permitía que el desaliento me venciera.  El cansancio no hacía mella
 en mi espíritu. Había que seguir luchando, por ella, por los niños, por
 mi gente.  Había que avanzar.  El festival es en esta semana.  (¿Qué 
día es hoy? ¿Habrá comenzado?) Pensaba en todos los escritores que 
estarían llegando, preguntando por mí; en los estudiantes, ansiosos por 
conocerlos. Pensaba en cualquier cosa, menos en la fatiga que entumecía 
mis músculos, ni en la lengua pegada al paladar, ni en el dolor en el 
pecho a punto de estallar.  
           
 El polvo de los escombros se mezclaba con el sudor del cuerpo, de los 
brazos, de la frente; escurría desde mi cabeza, cegaba, ardía, 
desesperaba.  De vez en cuando detenía la excavación, pasaba el dorso de
 la mano por la cara tratando de aliviar el escozor, frotaba los 
párpados con los nudillos lacerados.  Pero este acto no hacía una gran 
diferencia, en todo caso el ardor aumentaba.  
           
 Opté por mantener los ojos cerrados mientras escarbaba; dejarme dirigir
 por los murmullos de los otros.  Los que no creían que quedara vida 
bajo los escombros.  Temían a las hordas hambrientas, al tropel 
desordenado que ya no tenía nada que perder.  Ese temor detendría la 
búsqueda.  Y quería exhortarlos a que continuaran, que buscaran a los 
críos; pero no me escuchaban.  Y en el frenesí de la búsqueda, cuando 
lanzaban a un lado las herramientas y pegaban, por vez última, sus oídos
 a los huecos entreabiertos de la basura amontonada que una vez fuera un
 hogar, escucharon el llanto de bebé.  Y volvieron a tener fe.   Y 
reanudaron la búsqueda como el primer día.  El día en que compartían 
conmigo la seguridad de la sobrevivencia, cuando rebosantes de amor y 
heroísmo comenzó la tarea del rescate que solo se interrumpía al caer la
 noche.  Y sucedía que cada atardecer estaban cerca del encuentro y al 
regresar en la mañana olvidaban donde se habían quedado, y se alejaban. 
 
           
 Por eso yo no descansaba.  No pensaba en horas, en días ni en noches.  
No pensaba en el persistente dolor de la cadera lastimada.  Si lo 
obviaba, dolía menos.  El dolor, como el hambre, solo se siente cuando 
se acepta.  Si se le empuja de la mente, si se piensa solo en cavar con 
las manos y cuando las manos no puedan, con los dedos; si se detiene 
solo al escuchar el gemir apagado del niño que no entiende por qué la 
madre no atiende su llanto, si duerme allí a su lado, protegidos ambos 
por un techo demasiado cerca de sus caras, tal vez se esté a tiempo.
           
 Entonces llegaron las palas mecánicas con el ruido y su enorme peso 
sobre los restos de la ciudad.  Se acercaban y se alejaban, y no dejaban
 escuchar el llanto del niño, ni el grito de auxilio, ni la respiración 
trabajosa.  Trataba de avisarles que hicieran silencio. Que escucharan 
las voces de los que no estaban con ellos, pero ni siquiera a mí me 
oían.  Y sentía que los únicos sonidos que se escuchaban eran los de 
ellos.  Contaban muertos: 108, 109, 110  este no, todavía respira, 
esa pierna está fea, a cirugía, ¿cuántos iban? ¿108? 109, 110, 111,112, 
chequéate a esta, está tratando de hablar, sácala a la acera del frente,
 109, 110, 111.  
            Y los escuché acercarse.  Traté de hablarles, pero no sé si el aire no lograba hacer vibrar las cuerdas vocales.  
            ¿Usted me escucha? 
 Quiero abrir los ojos, pero el cemento y el sudor no lo permiten. Para 
abrirlos hay que ablandar la mezcla que los sella. Los necesito para dar
 con ellos, mi mujer y los niños, y buscar mis escritos.  ¿Tienen un poco de agua? No importa, no se vaya, espere.  Los otros no me entienden. 
 Levanté las manos, quería hablar por señas (necesito agua para lavar 
mis ojos, aire para llenar mis pulmones y poder hablarles) pero no me 
entienden.  Llegaron a mi lado.  Los sentí conversar muy cerca de mí.  ¿Este? No era conmigo.  Parece respirar, sácalo al frente, 112.
 Sentí sus movimientos. El sonido de las piedrecillas bajo sus zapatos. 
 Se detuvieron frente a mí.  Los adivinaba escudriñándome.  La 
desesperación se adueñaba de mis sentidos.  Si pudiera abrir los ojos, 
explicarles,  hablarles de los que aún yacen allí, bajo los escombros, 
el niño junto a Suzette.   ¡Tal vez se está a tiempo!  
            Siento el roce de su mano en mi cuello.  
            ―¿Tiene pulso?  
            ―Nada.  
            ―¿Por qué te detienes ante este?
            ―Mira sus manos, las uñas desgarradas, parecería que sigue cavando sobre su cabeza,           
―¿Qué número es? 
            ―El 113.  
            Se alejan. 
            ―114, 115.  
           
 ― No, no, ¡espere!  ¿Es que no me ha entendido?  Un poco de agua lo 
resuelve todo, oxígeno, aire.  Todavía se está a tiempo.  Es una 
equivocación, ¡espere!
Miranda Merced. Nació
 en San Juan, Puerto Rico. Se graduó de Bachillerato en Artes y 
Educación de la Universidad de Puerto Rico y de las Maestrías en 
Administración Comercial y Creación Literaria.  Obtuvo el Premio 
Pórtico, de la Universidad del Sagrado Corazón.  Algunos de los cuentos 
de la colección Almarios en alquiler, obtuvieron premios en  certámenes literarios, como sigue: El 113,  Primer lugar en el Decimosexto Certamen Literario Universidad Politécnica de Puerto Rico;  Batalla,  Tercer lugar en el Certamen de Microcuento, Revista Cultural En Rojo, 2010, Puerto Rico; Caricias que matan, Tercer lugar en el Tercer Campeonato Mundial del Cuento Corto Oral Universidad del Sagrado Corazón, Puerto Rico. El cuento Llegaron pa’quedalse
 fue utilizado en las Competencias de Oratoria en Español, en el año 
2012, ganando el tercer lugar a nivel nacional, en la categoría de 
Drama. Ha sido publicada en revistas y periódicos impresos y digitales 
en Puerto Rico y Argentina.  Es una de las escritoras de la Antología de
 cuentos Vivir del cuento (2009), antóloga, editora y escritora de la Antología Fantasía Circense (2011) y forma parte de la antología Piernas Cruzadas III (2012).  Miranda es co-editora de los  libros de poesía: Genéstica, de Antonino Geovanni (2011) y Psicodelias urbanas,
 de Lynette Mabel Pérez (2012).  Es miembro fundador del Colectivo 
Literario Vivir del cuento, que se distingue por su labor de educación 
en redacción y creación literaria, en escuelas públicas y privadas y en 
centros universitarios en la Isla.
A la venta en Puerto Rico en Librería Mágica, K&L Books y Libros AC.
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